Llegamos al barrio Santafé, donde
nos recibió uno de los líderes de la brigada; entramos al hogar de niñas donde
nos esperaban las pequeñas sonrisas inocentes y el despilfarro de cosquillas;
servimos algunas galletas, separamos la nueva piel de nuestros amigos
habitantes de calle y emprendimos nuestra tarea en la puerta continua, donde se
encontraban desnudos, despojándose del resquemor de la calle, del polvo de la
soledad, de la nostalgia de la dependencia, del apego del vicio, de la tortura
del frió, de la insolencia del diario vivir, de la indiferencia de los ricos, nuestros
hermanos de la noche, habitantes dueños del concreto y del bazuco,
domesticadores del puñal; valientes hombres con deseos profundos de una
realidad distinta a la que se condenaron. Por voluntad propia asistían al
recinto donde se prometía salvación y una efímera ayuda que quedaría gravada en
su cabeza motilada, en sus manos embadurnadas de crema y sus pechos galantes de
perfume; otro pequeño intento de redignificar al hombre que había sido
deshumanizado, al personaje que desechado, en principio por una sociedad burda
y cruel quiso expulsarlo con ofensas de los aposentos sagrados de la opulencia;
sin embargo, el creador de todos los seres los recogía como pequeños cachorros,
que tenían la necesidad de ser amados, de recordar el valor de la existencia
sin límites ni cadenas.
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